Héctor Abad Faciolince
Creo que el Dios de esta artista terrenal y viva, más que el Dios olímpico de los padres de la Iglesia, se acerca al Dios panteísta del amable judío heterodoxo Baruch de Spinoza. González mira nuestro entorno natural, el vegetal, el mineral, el animado, y lo pinta y modela con extrema dulzura, pero al mismo tiempo a la manera de Spinoza, sub specie aeternitatis, es decir, bajo su aspecto eterno, como si hubiera algo inmutable y fijo que en el cuadro o en el objeto suspende su fluir.
Recuerdo la primera obra que me impresionó de ella y que de inmediato, con un impulso egoísta, quise poseer, tener a mi lado: era una vista insólita de un salto de agua muchas veces dibujado, pintado, retratado en nuestra historia del arte, pero en las manos de Ana González detenido para siempre entre las rocas. Había en su mirada al Salto del Tequendama algo nuevo, portentoso, panteísta, telúrico y erótico a la vez. Lo curioso es que ella misma no lo veía así. Se requieren otros ojos, otras miradas y otras palabras para saber lo que hacemos con el arte (y lo que el arte hace en nosotros) sin darnos cuenta. Yo mismo, muchas veces, no sé bien lo que he escrito hasta que otros lo leen y me lo explican.
Cuando la mirada se pasea por la obra de Ana González, sus tejidos desbastados, sus sedas dibujadas, sus esculturas de porcelana, sus fotos intervenidas y tatuadas, sus montañas, sus palmas de cera, sus colibríes y árboles y flores, mi primera evocación ha sido la poesía mística de San Juan de la Cruz. Ahí él, como ella, nombra lo que va viendo, las maravillas que se presentan a su paso:
¡Oh bosques y espesuras, plantados por la mano del Amado, oh prado de verduras, de flores esmaltado, decid si por vosotros ha pasado!
Mil gracias derramando, pasó por estos sotos con presura, y, yéndolos mirando, con sola su figura, vestidos los dejó de su hermosura.
Hay algo en la mirada del artista verdadero, y algo en su ser, que impregna de su figura lo que mira, que imprime a lo observado las cualidades de quien observa y además recrea y reproduce lo que ha visto. Es este el toque místico que observo en la manera en que Ana González va mirando lo que nos rodea: la maravilla, e incluso la destrucción y desolación del páramo (un accidente geográfico único en el mundo, típico solamente de los Andes tropicales, extraordinario y frágil como el que más), se tiñen de la pureza de su mirada. Esto vuelve a entenderse solamente con la poesía de San Juan de la Cruz:
Mi Amado, las montañas,los valles solitarios nemorosos, las ínsulas extrañas, los ríos sonorosos,el silbo de los aires amorosos.
La noche sosegada, en par de los levantes de la aurora, la música callada, la soledad sonora, la cena que recrea y enamora.
La artista nombra (pinta) las bellezas que ve y luego, en la belleza, construye su propio fuerte, su propia fortaleza:
A las aves ligeras, leones, ciervos, gamos saltadores, montes, valles, riberas, aguas, nieves, ardores y miedos de las noches veladores:
por las amenas liras y canto de sirenas os conjuro que cesen vuestras iras, y no toquéis el muro, porque la Esposa duerma más seguro.
Ana González construye con su arte mimético y místico, con sus piezas de palmas esbeltas, de colibríes detenidos en un gesto, de montañas inmensas, orquídeas abiertas, frailejones firmes y frágiles, un paraíso personal, nuestro propio paraíso andino, vulnerable, vulnerado, amenazado, sitiado, a veces ya perdido, pero preservado en su obra, amado en su mirada, y abrazado por ella en un heroico intento de protección y preservación que me atrevo a calificar con un adjetivo hoy tristemente devaluado: maternal. Gracias a ella volvemos a mirar el todo, nuestra naturaleza prodigiosa, las creaciones que son el mismo Dios Pan, con unos ojos nuevos que nos invitan a amar y a cuidar lo que estamos en trance de devastar y perder.