Cuando se percibe la naturaleza como una red, su vulnerabilidad salta a la vista. Todo se sostiene junto. Si se tira de un hilo, puede deshacerse el tapiz entero […].
Andrea Wulf, La invención de la naturaleza: el nuevo mundo de Alexander von Humboldt
La tropicalidad es esa noción geográfica y cultural distante de las condiciones geográficas y materiales europeas. Entre los siglos XVI y XIX, la extrañeza y el deslumbramiento que sintieron colonizadores y cronistas frente a la exuberancia de la naturaleza y los territorios de América Latina crearon un imaginario colmado de descripciones fantásticas y aterradoras por igual. Así, mientras se promovía por un lado la investigación científica y la exploración del potencial económico de los recursos naturales en estas regiones, también se cultivó la idea de que existían obstáculos que impedían el desarrollo del pensamiento y la prosperidad de las colonias, como los marcados accidentes del territorio y las costumbres de sus habitantes. En “Trópicos”, la artista colombiana Ana González retoma la noción de la tropicalidad para pensar dos realidades culturales y materiales que se encuentran en el agua y lo sagrado.
El Oratorio San Felipe Neri, lugar que alberga la exposición, es testigo del sincretismo cultural que dio como resultado la superposición de dos periodos históricos, dos arquitecturas y dos usos simbólicos del agua. Por un lado, tenemos las termas subterráneas vestigios del Imperio Romano, en donde el líquido se concebía como vehículo para el culto al cuerpo, la lúdica y el placer; y sobre ellas, un edificio religioso de la época medieval que nos recuerda los rituales de purificación y renacimiento a través del agua en la tradición cristiana. Al lugar se le han añadido otros niveles de lectura mediante dos elementos; un telar sefardí de 1922 que el Consorcio de la capital castellano-manchega recuperó a comienzos del 2023, y ahora “Trópicos”, la instalación textil y sonora que presenta Ana González sobre un cuerpo de agua majestuoso que se adentra en el ecosistema del bosque de niebla y se proyecta en un canto del bosque tropical.
La instalación está compuesta por “Tequendama”, una pieza en lona de 18 metros de largo que contiene la imagen del Salto del Tequendama, la gran cascada natural del río Bogotá, en la Cordillera de los Andes. Para las comunidades indígenas colombianas, los saltos o cascadas son lugares sagrados; sitios de devoción y renovación que representan la abundancia de la vida, donde el agua se encarga de nutrir la tierra y limpiar los cuerpos. Este salto, en particular, es una importante fuente hídrica que aparece en las leyendas fundacionales de las culturas muiscas que habitaron la región antes de la colonización española.[1]
González logra crear una cascada que avanza como un río y se desvanece en hilos que se hacen nudos, para mostrar una corriente que ha soportado por décadas la contaminación de su caudal. Pero la transformación del material también obedece a la pregunta sobre la modificación del paisaje a causa de la explotación de los recursos naturales; pues en la zona, la minería, el monocultivo, la ganadería, y, sobre todo, la ausencia del estado, han socavado los esfuerzos de las comunidades originarias para preservar la integridad de este lugar devocional.
Girotari, que significa “hacer beber” en idioma Uitoto, es el nombre de la pieza sonora que completa la instalación y amplifica la experiencia sensorial en el recinto. En ella, los sonidos del bosque tropical y el agua se mezclan con cantos ceremoniales que reclaman el corazón de la selva y nos invitan a tomar sus mieles, como si fuésemos colibríes o abejas. A su vez, estas voces son un llamado a las diosas primigenias del agua; que ahora, como reflejo, nombran la Venus que habita en la profundidad de las termas para que se levante haciéndose imagen en esta otra sacralidad.
Ana Cárdenas
Museóloga, Universidad Nacional de Colombia