LLOVIZNA.
Nacido en tierra sagrada para los muisca, a once mil pies en el Páramo de
Guacheneque, el Río Bogotá cae a la sabana como un pequeño arroyo de montaña,
claro e inmaculado. Atravesando humedales antaño silvestres para las aves,
formaciones ecológicas que se filtran y depuran como una esponja natural, el rio se
fusiona con una serie de afluentes, todos ellos con origen también en páramos. Sería
difícil imaginar un comienzo más auspicioso para un río, una génesis tan inocente y
pura.
Como una hermosa criatura cortada antes de su mejor momento, el río pronto
desemboca y pasa por una capital de más de ocho millones de habitantes, donde se
genera casi un tercio de la economía del país y donde todos los afluentes yacen
enterrados bajo pavimento o cemento, cada uno más tóxico que el anterior.
Los Muiscas percibían la tierra como sagrada, un templo vasto y expansivo, con ciertos
bosques y lagos consagrados a lo divino de tal manera que no se permitía talar un
árbol ni sacar una gota de agua. Las cascadas y los manantiales eran vistos como
puntos de origen, lugares liminales, puertas a lo divino. El agua implicaba y encarnaba
la pureza espiritual. Todo está en equilibrio. El aire se convierte en viento, el viento se
condensa en nubes, la lluvia cae de las nubes y corre sobre la tierra a través de los ríos
hasta el mar, de donde vuelve a surgir llevada por el viento. Así, desde la perspectiva
de los Mamos, para que Colombia hoy se libere de la violencia, para limpiar y liberar su
alma, también debe devolver vida y pureza a un río sufriente que tanto le ha dado a la
nación. En palabras de Jaison Villafañe, “Para limpiarnos hay que limpiar los ríos; para
limpiar los ríos, debemos limpiarnos nosotros mismos”.
En todas partes la gente da por sentado el agua, contaminando nuestros ríos y lagos,
olvidando que el agua dulce es uno de los bienes más raros y preciados. Si toda el
agua de la Tierra pudiera almacenarse en un recipiente de un galón, la que realmente
está disponible para beber apenas llenaría una cucharadita.
En una de las locuras de nuestra época, hemos olvidado la sabiduría de nuestros
mayores, hombres y mujeres de todas las culturas que a lo largo de toda la historia de
la humanidad reconocieron el agua como un regalo de lo divino.
Wade Davis
Antropólogo y etnobotánico